El ser humano y la Naturaleza.
El ser humano conserva sus instintos. Muchas personas piensan que sobre el hombre ya no actúa ningún tipo de selección natural o que ha perdido todas las características naturales o salvajes del pasado. Pero no es verdad.Los instintos permanecen en nosotros, son el legado de millones de años de generaciones. Nuestras calles de asfalto, nuestros vehículos de chapa y neumático, nuestros altísimos edificios, nuestros alimentos industriales, nuestra ropa y nuestro calzado, nuestro trabajo de oficina, nuestros electrodomésticos, nuestras leyes escritas... ¿Qué significan todas estas cosas para los instintos? Nada.
Hace unos 150 mil años apareció nuestra especie en África: el Homo sapiens, el homo pensador, tradicionalmente conocido como Hombre de Cromagnon (éste representa al hombre moderno por excelencia, de hace unos 40 mil años, aunque no hay diferencias anatómicas con el Homo sapiens inicial). Vivía en cuevas, tallaba utensilios de caza, se vestía con pieles, recolectaba frutos, fabricaba bisutería y adornos, pintaba y esculpía, manejaba el barro, utilizaba un lenguaje complejo, enterraba a sus muertos y creía en dioses naturales (fuerzas de la naturaleza, animales, etc.). Su capacidad craneana era prácticamente la misma que la de un alto ejecutivo con móvil de última generación y portátil que se dirige a su oficina en una berlina de lujo, por ejemplo.

Sin embargo, tendemos a pensar que nuestro tatarabuelo Cromagnon era mucho más primitivo que nosotros, que su antigüedad refleja una etapa salvaje de nuestra existencia y que, en definitiva, no era tan inteligente.
Pero entre Cromagnon y nosotros sólo hay una ligera diferencia: el entorno. Una evolución cultural y social. Diferencia que anatómicamente no existe. Entonces, si consideramos instintivo y salvaje a nuestro tatarabuelo Cromagnon, ¿por qué no nos consideramos instintivos y salvajes a nosotros mismos?
Elegir amigos, elegir pareja, asumir nuestro rol en la sociedad, asumir el de los demás, las relaciones familiares, etc., todo ello está determinado en gran medida por el instinto. Las cosas que nos parecen meditadas, en el fondo, no lo son tanto. Nos comportamos como el Cromagnon en sus cuevas, pero ahora no son cuevas, sino rascacielos.
En definitiva, somo animales fuera de lugar. Para sobrevivir hemos sido capaces de modificar el medio. Hace 50.000 años le declaramos la guerra a la Naturaleza, siempre hostil. Por qué morimos, por qué enfermamos, por qué perdemos a los seres queridos, por qué pasamos hambre y frío, por qué hay que luchar por un trozo de tierra o por un venado. Supongo que fueron preguntas como éstas las que civilizaron al hombre y, al mismo tiempo, lo embrutecieron.
Poco a pocos hemos ido alejándonos de la Naturaleza, hasta el punto de que jamás podríamos regresar a Ella. Los instintos son lo único que nos queda de nuestro pasado natural. Siguen determinando una parte importante de nuestras vidas y lo hacen en la oscuridad, como una mano negra, ocultos por una capacidad de reflexión que creemos más poderosa.
Las cosas que siente el ser humano las consideramos sólo nuestras: el amor, la amistad, el altruismo, el egoísmo, el dolor, el miedo, etc., son emociones que existen en la naturaleza en todas sus formas y son absolutamente necesarias. No somos ni más ni menos especiales que los demás seres vivos. No hemos inventado nada que la naturaleza no hubiera hecho antes.
El ser humano es capaz de amar con todo su ser y capaz de matar por poder, dominio o posesión. Los instintos nos hacen así. Así es como hemos sobrevivido y así nos hemos convertido en lo que somos. Ángeles y demonios. Víctimas y verdugos.
La naturaleza del hombre: odiar ser natural, aborrecer la tierra que le dio la vida, transformarla en cosas que pueda controlar y dominar. Depender lo mínimo de ella.
Pero no podemos negar lo que somos. Nuestros genes llevan impresos nuestra evolución. Podemos envolvernos en asfalto todo lo que queramos, podemos vivir rodeados de metal y de humo, podemos envasar y enlatar todos nuestros alimentos; pero, lo queramos o no, necesitamos aire para respirar, agua para beber y tierra para asentarnos.
Podemos destripar la Naturaleza a nuestro antojo y someterla a una humillante servidumbre, arrebatándoselo todo y no dándole nada. Pero dependemos de Ella igualmente.
De algún modo pienso que es ese desequilibrio en nuestro desarrollo como especie, ese desorden en nuestro avance, ese antiprogreso del que somos partícipes a diario con nuestras vidas de petróleo y hojalata, lo que hace que no seamos conscientes de nuestro verdadero lugar en el mundo.
No somos ni más ni menos que el león que acecha al impala tras unos matojos, que la lagartija que trepa por el tronco áspero de un árbol, que el buitre que planea en círculos sobre un cadáver, que el grillo que canta en una cálida noche, que los chopos que crecen junto al estanque, que el agua que desborda de un río tras una intensa lluvia.
No somos nada especial. No tenemos ningún poder sobre la Naturaleza, aunque nuestras armas y nuestros muros nos digan lo contrario. Sólo tenemos una capacidad distinta de adaptarnos al entorno (más bien, de adaptar el entorno a nosotros) y que ha supuesto nuestra "proliferación" y la colonización patológica y contraproducente de todos los ecosistemas.
Somos el fruto antinatural de la Naturaleza. Somos sus ángeles caídos.
La historia del ser humano es una constante lucha por separarse de la
naturaleza. Hecho que le resulta inútil, ya que forma parte de ella.
La naturaleza es el mundo y, en consecuencia, el humano forma parte
de ella. Lo que nos diferencia de otras especies que la conforman es
nuestra conciencia, no solo de nosotros mismos, sino de todo lo que nos
rodea: el hombre tiene la capacidad de cambiar, a gusto y necesidad,
todo lo que tiene a su alcance para utilizarlo en su beneficio.La deformación del vínculo (humano-naturaleza)
El ser humano vivió, y lo sigue haciendo, involucrado y en constante conexión con fenómenos ambientales y seres vivos semejantes a él. Sin embargo, a medida que la calidad de vida de las personas mejoró, éste contacto -que al principio era claro y evidente- se fue deformando: hoy se puede vivir y morir sin necesidad de un contacto visual con un árbol, algo totalmente impensado para nuestros antepasados que, hace nada más unos pocos miles de años, lo hacían todos los días ya que significaba una fuente de alimento y energía indispensable para la vida en sociedad.
Aquí tenemos un ejemplo extremadamente engañoso: ¿Acaso el árbol no es igual de indispensable para nosotros como lo fue para nuestros ancestros? El oxígeno que respiramos todos los días y que nos permite vivir, ¿no es producto del proceso fotosintético? O, ciertos alimentos de nuestra dieta ¿no son provenientes de sus ramas? Las respuestas a las preguntas acabadas de plantear no pueden más que ser afirmativas.
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